
Una de las cosas de las que más satisfecho me siento de haberme traído, en mi viaje a Japón del año pasado, ha sido el té. De normal, los japoneses no beben mucha agua,
beben té. Y a todas horas: en el desayuno, antes de comer, con la comida, tras la comida, durante la tarde, en la cena y despues de la cena. Té sin más, ni azucar, ni leche ni pimientos en vinagre. Tiene sentido: si quieres disfrutar del verdadero sabor del té, sin alienar ni adulterar, tiene que ser tal cual. Té recién hecho.
La primera vez que me lo sirvieron me resultó desagradable al primer sorbo. Exactamente igual que la primera vez que probé la cerveza, igual que cuando probé la bitter. Ese té era amargo y caliente. Al poco tiempo comencé a descubrir en el paladar extraños matices de sabor. El segundo sorbo fue más agradable. A partir de entonces me acostumbré a beber té, como todo el mundo. Incluso compraba botellas de té en las máquinas expendedoras de refrescos (té verde, que me resultó más interesante aún, si cabía). Si íbamos a un restaurante, lo primero que hacían era servirte, junto con una toallita húmeda para lavarte las manos y refrescarte, una copa de té. Durante la comida podías pedir té en todo momento, al instante un camarero se acercaba y llenaba tu copa. Llegábamos a casa cansados de caminar por castillos y templos y jardines y tiendas... y siempre nos esperaba una taza de té caliente. Era un verdadero alivio para el paladar y un tonificante del cuerpo.
El día anterior a mi partida, me acerqué a un supermercado y compré, bajo las recomendaciones de mi amiga Clavel, tres paquetes de té distintos. Desde que estoy en Madrid, todas las mañanas me preparo una botella de 50cl de té japonés. Se ha convertido en una necesidad, y no puedo pasar el día sin mi botella de té. La gente de aquí no entiende como puedo beberlo sin nada, tal cual, amargo. Pero es que a mí ya no me sabe amargo. Me sabe a Japón. Me sabe al castillo de Himeji, a jardines zen de piedra, a cientos de torii en Fushimi Inari Taisha, a los neones de Osaka, a las máquinas de purikura, a kimonos por el Kyoto antíguo, a pañuelos de papel gratuitos en los pasos de cebra, al baño caliente antes de ir a dormir. Me sabe a los padres de Clavel, a su perrita Kanon, a sus amigas. Me sabe al tren, a Juusou... Juusou desu.
Tantas y tantas cosas que a nuestros ojos nos parecen insulsas o desagradables, tan sólo porque no nos hemos parado a mirarlo con los ojos del otro. Tantas historias que cada persona tiene que contarnos, y nos damos la vuelta. Tanta intolerancia, tanta falta de empatía... Cuánto nos devaluamos cuando damos la espalda a otro. Nadie hace nada por nadie, y nos quejamos si no nos ayudan. ¿Qué esperáis, manos que no dáis?
Yo soy muy culpable de esto, y es ahora, en los momentos en los que mi soledad se multiplica, cuando siento que cada segundo de mi tiempo vale una eternidad. El lugar es éste, el momento es ya. Y tengo muy claro que nadie va a hacer esto por mí, ni quiero que así sea.